Iniciando mundo…
Solicitando capacidades de la región…
Cargando mundo…
Con ver estos mensajes en la
pantalla del pc se le alteraba el pulso. Después de una larga jornada llegaba
el momento de reencontrarse con Caroline y el corazón le palpitaba como a un
adolescente. Cómo le gustaba sentir esa sensación que no tenía desde hacía más
de veinte años. Los sonidos de entrada en Second Life le devolvieron la
atención a la pantalla. Un segundo, dos,
ya estaba en Never Land, un territorio abierto a la aventura, donde lejos de
ser ese empleado gris, anodino y casi trasparente, tal y como se sentía en su
vida real, se convertía en una especie de héroe cazador de no se sabe muy bien
qué criaturas. Y allí estaba Caroline que con su sola presencia hacía que todo
mereciese la pena. Sentía de nuevo que la sangre corría por sus venas, había vuelto
a recuperar la salud, la alegría y su
vida volvía a teñirse de mil colores, al igual que su corazón volvía a
colorearse con ese mismo arco iris de sentimientos.
Caroline era su alma gemela. Sí, esa era lo que mejor la definía.
Con ella todo era perfecto. Arthur y Caroline se encontraron casualmente una
noche en la plaza del poblado que dominaba Never Land. Allí entre charlas y
risas, vieron que cada vez congeniaban más y más. Que cada día que pasaba
anhelaban más estar de nuevo juntos. Pasaban horas hablando de sus aficiones.
Coincidían en gustos musicales, en los libros que habían leído, las películas
que volvían a ver una y otra vez, los platos que más disfrutaban comiendo…
Después de contarse cómo les
había ido el día en sus respectivas vidas fuera de Second Life, continuaron
hablando de cine.
—
¿Sabes que esta noche ponen Pulp Fiction en la tele?
—le pregutó ella.
—
Lo que daría yo por verla contigo —respondió Arthur con
melancolía.
—
¿La vemos? Ponemos la televisión y hablamos por Voice.
Y así hicieron, cada uno en sus
respectivas casas, hablando por Voice mientras miraban la televisión. Era lo
más parecido a ir al cine juntos. No importaba lo lejos que estuviesen
físicamente en Real Life el uno del otro, en ese momento casi podían sentir el
abrazo del otro mientras veían las escenas de John Travolta y Samuel L.
Jackson; notaban como la calidez del otro atravesaba la piel y como alcanzaban
con ello un dulce confort. Y así,
pasaron las horas, hasta que esa dulce calidez les hizo ir al reino de lo
onírico.
Sonaba el despertador. Un nuevo
día iniciaba su martilleante rutina.
Después de afeitarse y ducharse seguía manteniendo fresco el recuerdo de
la noche anterior. De las sensaciones vividas a través de su avatar. Pero ya no
estaba en Second Life. Qué cruel puede ser un recuerdo, y aún así deseamos
tenerlo, nos resistimos a guardarlo en el olvido.
De camino al trabajo las mismas
caras de siempre, los mismos anuncios en las paredes de la estación, lo mismo,
lo mismo. Pero allí como todos los días también estaría esa mujer que atraía
toda su atención. Llevaba viéndola desde hacía años, desde que se cambió de
barrio. Todas las mañanas cruzaba la mirada con ella y la observaba a
hurtadillas en los vagones del tren. Era hermosa, sí. Para él era un deleite y
una tortura ese, a veces eterno, ratito que compartían durante el viaje hasta
que ella se bajaba una parada antes que él. Se maldecía una y otra vez porque,
al contrario de Arthur, él no tenía valor para siquiera acercarse a ella. Se
odiaba por esa timidez que le atenazaba los músculos, que le bloqueaba las
cuerdas vocales y que le paralizaba de tal forma que no era capaz ni de
sonreír. Nunca sería como Arthur, nunca. No tendría el arrojo y el desparpajo
que éste tenía en Never Land. Y así como Arthur había encontrado el amor de su
vida, él nunca tendría esa dicha. Se odiaba y se daba pena a sí mismo. Llegaba el tren y las personas que esperaban en el
andén se preparaban para subir. Ella pasó por delante de él y cuando lo hizo él
aspiró todo el aire que pudo para captar la esencia que ella desprendía. Quería
ver que le mostraba una sonrisa, quería oír que le saludaba. Pero ni veía ni
oía nada. Qué raro era todo. En este mundo físico no poseía nada, y en el otro
inmaterial de Second Life lo tenía todo pero no podía tocarlo.
Llegó el momento en que ella se
bajaba. Él la siguió con la mirada detrás del ejemplar del 20 minutos hasta que desapareció por los túneles de salida del
Metro y sintió que el mundo oscurecía.
Subiendo hacia la superficie por
las escaleras, ella iba viendo como ante su vista aparecían los árboles del
parque al que se llegaba en esa salida del Metro. Aunque la parada anterior
estaba mucho más cerca de su lugar de trabajo le gustaba bajarse ahí porque así
paseaba por ese jardín con sus árboles, su césped y sus irregulares caminos
antes de entrar a impartir las clases en el Instituto de Secundaria donde
trabajaba. Le encantaba atravesar el estanque por el puente de piedra porque
así evocaba sus vivencias en Never Land. Le hacía sentirse como su Caroline en
Second Life. Se paraba en medio del puente y miraba su reflejo en las aguas del
estanque y en ese reflejo soñaba que ese hombre con el que se cruzaba todas las
mañanas en el metro y que ella quería
pensar que la miraba, se acercaba y le susurraba al odio:”Caroline, soy
Arthur”. Entonces, el mundo sería perfecto.
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